Ella me lanzo una severa mirada.
–Podrías
colocar el cajón algún día, ¿no te parece?
–Lo haré– conteste yo con voz cansada y a
sabiendas de que aún no lo haría.
Siempre me machacaba con todo tipo de piropos relacionados con el desorden y la desidia, acusaciones por culpa del
lamentable estado de desorden que aquel cajón presentaba. Dicho cajón es el tercero de un pequeño armario que un día con algo más de destreza que de oficio
fabrique para aprovechar el hueco que quedaba entre un pilar de obra y una
pared en la entrada de nuestro piso.
En ese cajón guarda toda la ropa y
complementos que usaba para salir a correr. Camisetas de infinidad de carreras
de las que, por falta de sitio las más viejas y menos gustosas tenía que ir
mandando por lotes al pueblo de mi padre, donde luego el lucia por sus calles y
caminos orgulloso o, tal vez celado de no haber nacido en otros tiempos donde
aquello que el también practicaba de joven y que apenas atendía a miradas se
había convertido en un “Bum”. Además de las camisetas también guardaba allí mi anticuado Garmin 310XT que midió mis
primeras Ultras y mis mejores Maratones, pantalones cortos, mallas piratas
nunca largas, guantes, pantorrilleras, tubulares, gorros…etc.
Pero el retraso por poner orden en aquel
cajón nunca fue un acto de rebeldía o de
anarquía, el retraso se debía más a un estado de ánimo o a una melancolía por
lo que suponía la cantidad de recuerdo que se encerraba entre aquellos paneles
de madera. Tenía que esperar el momento idóneo, que fuese una manera de volverme a elevarme y no de hundirme, esa era la clave y el
momento que yo esperaba con ansia. De ningún modo podía ponerme a doblar todas aquellas camisetas impresas con imágenes que me transportaban a momentos cargados de sudor adrenalina y lágrimas, si yo no me encontraba
con los ánimos ni la visión de un día donde volver a reencontrarme con algo
parecido.
Aquel momento tenía que aplazarse hasta el instante
que por el hueco del tirador recortado en la madera surgiese una pequeña línea
de luz, por el cual, y con la ayuda de los recuerdos, convertir el simple acto
de ordenar la ropa en toda una ceremonia
solemne. Y al igual que un Samurai forjando su espada, poco a poco, sin prisa, buscado
la perfección y la armonía del momento la pequeña línea de luz se fuese
ampliando hasta formar una ventana por la que saltar y salir de la mazmorra en
que se había convertido mi piso en el que yo como un prisionero, vagaba.
Pasaban los días y aquel cajón seguía sin
sostener el orden que ella tanto ansiaba, no me apetecía ni mirarlo y por alguna
extraña razón cada día apostaba por estar más desordenado sin nadie tocarlo. Era
como si en su interior habitase algún tipo de ánima que revolviera la ropa y
cambiase de pareja guante y calcetines.
Pero esta tarde soleada llena de síntomas de
un invierno en sus últimos días, sentado en el sofá, devorando con más saña que
gusto uno de aquellos tantos libros que acompañaban mis días, resonó en la
entrada del piso de nuevo su voz.
– ¡Has colocado el cajón!– su tono mientras
pronunciaba las palabras fue pasando de la sorpresa a la alegría terminando por
la incertidumbre.
–Si– fue lo único que me atreví a
contestar.
Aquella
mañana había visto salir algo de luz del tercer cajón del armario.